Iratxe Redondo (1)*

Hace un tiempo estuve trabajando en un centro psicológico en el que la evaluación y el tratamiento concebido como control de la conducta y eliminación de los síntomas estaba a la orden del día. El vídeo “La infancia bajo control” me ha recordado muchas de las prácticas, procedimientos, modos de entender la realidad clínica que allí se seguían. Inicialmente, cuando los padres hacían una demanda, existía un protocolo de preguntas bastante estructurado que se aplicaba en todos los casos sin excepción en una entrevista inicial cuya duración era invariablemente de una hora. A continuación se preestablecían 4 o 5 sesiones dirigidas únicamente a que los niños completaran una serie de test y pruebas (de corte psico-pedagógico) y finalmente se acordaba una reunión con los padres en la que se le explicaban los resultados de todas las pruebas con detalle y todo se canalizaba a hacer un tratamiento de “re-educación” que tenía como objetivo reconducir sus posibles déficits a nivel escolar/pedagógico, si bien en algunas ocasiones, se convenían sesiones con los padres para darles pautas que ayudaran a modificar conductas desajustadas de sus hijos.

En este contexto conocí en una de las “sesiones clínicas” que hacíamos el caso de una niña de 9 años que me impresionó profundamente por el modo en que se estaba dirigiendo la intervención con ella. Lamentablemente solo puedo aportar algunos datos a modo de viñeta y no tuve la oportunidad de tener un conocimiento amplio del caso, pero creo que son suficientes para poder hacer una reflexión al respecto. Los padres de N. consultaron preocupados por el comportamiento de su hija hacía un año aproximadamente. Académicamente estaba teniendo problemas, además de existir faltas de respeto hacia los profesores y los padres. En su día le realizaron una evaluación psico-pedagógica como la anteriormente descrita y le propusieron un tratamiento de re-educación a la niña, que había consistido en ayudarla a razón de 2 sesiones semanales con técnicas de lecto-escritura, motivación, planificación y mejora del estudio etc. En las pruebas había obtenido puntuaciones bastante altas en la capacidad intelectual. Éstas técnicas, se acompañan de indicaciones a los padres sobre la necesidad de que fijen una disciplina en común, la importancia de mantener los castigos con firmeza, aplicación de sistemas inspirados en la economía de fichas etc.

En la reunión se comenta que el caso va de mal en peor. Desde el verano la niña ha vuelto en una actitud bastante altiva y desafiante, y va vestida como una adolescente (con faldas largas, tacones etc.). Las profesionales que la tratan hablan de cómo nunca va con niñas de su edad, en los recreos, se une a las que tienen 14-15 años, que la aceptan dentro del grupo como una más. Tiene la habitación llena de posters de ídolos adolescentes. La madre, mantiene una actitud ambivalente todo esto con la niña, por una parte quejándose de sus caprichos, comportamientos y vestimenta, y por otra, dándole dinero cuando ella lo pide o siendo ella quien le facilita que se compre maquillaje o pintauñas, dejándole los suyos etc. No parece que mantenga una manera de actuar consistente con ella. El padre aparece como una figura totalmente ausente.

La madre y la niña están en continua bronca todos los días. Lo que más le fastidia a la madre es que la niña hace “lo que le da la gana” y no hay manera de que ninguna cosa sirva como castigo. Ha probado de todo lo que le parece que puede ser una pérdida para ella, por ejemplo dejarle sin televisión, sin videoconsola o sin salir todo un fin de semana. Pero ella se mete en su habitación y pasa horas inventándose bailes con música. Ni siquiera prohibirle la música ha funcionado, porque ella baila al ritmo de las canciones que canta o pasa el tiempo imaginando cosas o escenificando personajes. Dice que de mayor quiere ser actriz. De hecho, las psicólogas del centro han observado que es muy teatrera, que puede hacer como que está muy arrepentida por lo mal que se porta e incluso llorar y decir que va a cambiar, y en un minuto cambiar de semblante y dar la impresión de que no hablaba en serio para nada.

Las terapeutas comentan que parece que se ríe de todo el mundo. Por ejemplo, comentan que la niña es muy capaz de saberse la lección que le va a entrar en el examen y repasarla allí, en el centro. Sin embargo, a veces saca un diez y otras un cero. La última vez había sacado un cero porque había dejado casi todo el examen sin responder y se había dedicado a dibujar florecitas por los márgenes. Esto había fastidiado enormemente a la madre que le da la impresión de pagar las sesiones para nada, a la psicóloga que trabaja con ella y a la profesora de su centro educativo que no sabe qué hacer con ella y que la tiene como un caso perdido.

En el contexto de la reunión clínica aparece uno de los últimos desencuentros que habían tenido lugar entre madre e hija. A. llevaba meses queriendo ir a un concierto de los Jonas Brothers y para el que ya tenía la entrada comprada. La madre amenazó a su hija con no dejarla ir si mantenía estos comportamientos de desafío y sus malas notas. Como esto siguió siendo así, la madre prohibió ir al concierto a la niña y para asegurarse de que esto hiciera mella en ella, compró un marco, enmarcó la entrada y la tiene colgada en su habitación. Este tipo de intervenciones por parte de la madre estaban siendo cada vez más frecuentes.

Reflexiones:

Los sistemas políticos, para gobernar, requieren un camino llano, sin el obstáculo que supone la masa ciudadana descontenta. Desde el discurso del miedo, del “por el bien de los ciudadanos”, se subraya la importancia de la seguridad y la prevención. Así, es necesario controlar al descontrolado, callar al que se opone, atar al que se revuelve. Siguiendo este hilo de razonamiento, ¿por qué no empezar empleando esta estrategia desde la infancia? La agresividad en la infancia, en este sentido, se convierte en algo a suprimir, en un “síntoma” médico a tratar. Las rabietas, la desobediencia, la agresión entre iguales… pasan a formar parte de las patologías mentales, porque son signos precoces de delincuencia, y dejan de ser conductas propias de un momento evolutivo determinado. ¿Por qué? ¿Por qué generan sufrimiento en los niños? Parece que no. Los llaman trastornos externalizantes, porque se dirigen al exterior, se ven; conductas disruptivas, porque interrumpen el ritmo que los adultos imponemos en la escuela, en casa…; conductas perturbadoras, porque molestan, suponen una rebelión. ¿Qué sentido tienen esos “síntomas” en un sujeto que está inserto en un contexto dado? ¿Cuál es su historia? ¿Qué tratan de decirnos? ¿Qué ocurre en el entorno social y familiar de los niños para que no puedan contener su angustia?

Vivimos en un mundo en el que bajo el paradigma de “lo científico” se cree que todo puede ser evaluado, probado y después controlado. Se trata de llevar el modelo de las ciencias físicas a las humanas, pero lo subjetivo siempre escapa, no se puede acotar de este modo. Este caso parece ser el ejemplo perfecto de ello, por eso genera tanto enfado y desasosiego entre quienes pretenden que todo se ajuste a dicho modelo. Los padres de la niña se quejan de lo más visible y disruptivo (malos resultados escolares y las faltas de disciplina) y las terapeutas se mantienen en este plano, sin preguntarse nada más allá. Nadie ha recogido nada sobre el pasado de esta niña, sus vivencias previas ni lo que haya podido ir configurando la situación actual; tampoco se sabe qué es exactamente lo que ha podido precipitar la consulta. El pasado queda borrado en un intento de centrarse en “el aquí y el ahora” y en “lo visible y observable”, que es sobre lo que se puede operar científicamente, lejos de todo lo conjetural, lo vivencial, lo humano. Los síntomas se entienden como algo molesto a eliminar.

Los test evalúan a la niña dejándola fuera completamente como sujeto. No sabemos nada de su enunciación, de su posicionamiento subjetivo ante lo que le ocurre, y en lugar de ello, se espera que esos instrumentos de evaluación sean la brújula que oriente y dé la pista sobre qué hacer como clínicos.

Y ante esta realidad surgen muchas preguntas: ¿por qué una niña de 9 años actúa y viste como una de 15?; ¿qué le mueve a obtener malísimos resultados aunque tenga capacidad de obtener mucho mejores?, ¿qué opina ella acerca de lo que le ocurre?, ¿qué lugar ocupa esta niña en el deseo de sus padres?, ¿cuál es la razón para que exista esa rivalidad mortífera madre-hija en el eje especular?, ¿cuál es el papel que juega el padre y por qué no es capaz de hacer un corte que instaure la ley y de alguna manera separe a las dos?

La manera de intervenir de las terapeutas de este centro des-responsabiliza a los padres y a la niña de lo que les ocurre, les desubjetiviza. Este no cuestionamiento instaura una tranquilidad aparente. Sin embargo, como en casi todos los casos que vi, y yo diría que incluso afortunadamente, hay algo que se rebela, que no va, y es entonces cuando una pregunta empieza a surgirles a todas ellas: ¿Qué hacemos ahora?

En el discurso analítico la palabra del niño es respetada. Su saber es respetado como un sujeto de pleno derecho, pues es un sujeto en pleno ejercicio, al contrario que en la ciencia y la sociedad de consumo donde el ser humano es reducido a un objeto.

El ser humano es un ser viviente cuyo cuerpo está marcado por la lengua. El niño es portador de un conocimiento que debe escucharse. Los niños saben que al dirigir sus palabras a un analista, estas adquieren todo su peso y reducen el sufrimiento y la soledad, ambas consustánciales a cada uno (Judith Miller, Editorial, en Carretel 11).

El analista está del lado del sujeto y tiene la tarea de llevar al niño, al sujeto, a jugar su partida con las cartas que le han distribuido.

 

NOTAS:

(1) Grupo de Investigación sobre el Niño en el Discurso Analítico – Bilbao

 

*Trabajo presentado en el VIII Symposium de los Grupos de Investigación del Seminario del Campo Freudiano de Bilbao que, con el título “Infancia y juventud bajo control”, fue celebrado en Bilbao el 15 de junio de 2012